Roma, 206 a. C. En el mercado de esclavos, los hombres observan con lascivia contenida a una niña desnuda de doce años. Uno puja por ella: Fecenio. Ha sido soldado y es proxeneta. A la esclava la llaman Hispala, La Hispana. Algún día, si se gana la libertad, quizá sea además Fecenia. Y entonces quedará doblemente marcada: por el estigma servil de tener dueño hasta en el nombre y por la mancha retadora con forma de hoja de hiedra que muestra sobre el pecho. Ella dice que es «una marca de los dioses», el símbolo de su destino. Supersticiones de esclavos... ¿O tal vez no?
Veinte años más tarde Hispala, la pequeña cabrera, que nunca conoció a un padre, pues el suyo se alistó entre las tropas de Aníbal antes de que naciera, tendrá un papel principal en la tragedia que truncó la vida de siete mil romanas (nobles y plebeyas, libertas y esclavas). En el seno de una Roma republicana que se afana por expandir su influencia, por ampliar sus horizontes mientras preserva las tradiciones, las bacantes escapan al control. Su reino no pertenece a este mundo. Sumidas en éxtasis mistérico, se evaden espiritualmente de un orden establecido por costumbres patriarcales.
Bacanalia recorre estos tiempos convulsos de la mano de la prostituta Hispala, de la sacerdotisa Pacula, de la patricia Sulpicia, de la plebeya Duronia y de la esclava Halisca, bajo el hálito viril de los hombres que creyeron dictar su suerte.